En el Islam la mujer le corresponde un tercio de la herencia y al hombre los dos tercios restantes. La razón para que esto sea así, como lo explica un hadiz, es que el hombre tiene el deber de velar por los gastos de la familia, incluyendo a la mujer. Esta última regla, a su vez, se basa en la peculiar naturaleza del hombre, que lo hace menos sentimental que la mujer.

Permíteme dar una explicación más completa. Cuando una generación termina, su riqueza es heredada por la generación siguiente. De acuerdo con la ley islámica, de esta riqueza dos tercios son heredados por los hombres y un tercio por las mujeres. Los dos tercios que heredan los hombres deben utilizarse para el bienestar de toda la familia, mientras que las mujeres no están obligadas a compartir su tercio. De manera que, aunque a los hombres les corresponde los dos tercios de la riqueza, son las mujeres quienes en verdad gozan de los dos tercios de ésta (haciendo uso de su tercera parte y beneficiándose al mismo tiempo de los dos tercios destinados a los hombres.) Esta es la manera más equitativa de distribuir la riqueza —sin mencionar los efectos positivos que esta distribución tiene en mantener la unidad familiar (como se verá más adelante).

 

Fuente: EL ISLAM Y EL HOMBRE CONTEMPORANEO, (Conjunto de preguntas realizadas a Al-lamah Tabātabā’i); Editorial Elhame Shargh

www.islamoriente.com, Fundación Cultural Oriente




Antes de la llegada del Islam las sociedades tomaban dos posturas con respecto a las mujeres. Algunas sociedades las consideraban animales domésticos. En ellas, las mujeres no eran vistas como miembros de la sociedad; a las mujeres se les explotaba para beneficio de la sociedad (los hombres). En sociedades más civilizadas, las mujeres eran ciudadanos de segunda clase, comparables a los menores de edad y a los esclavos. En estas sociedades, las mujeres gozaban de unos pocos derechos que eran controlados estrictamente por los hombres.

Pero el Islam, por primera vez en la historia de la humanidad, reconoció a la mujer su plenitud de derechos en la sociedad, valorando sus obras en forma igual a la de los hombres.

Dios dice en el Corán que no echa a perder la obra de ninguna persona sea varón o hembra. 

El islam prohíbe que la mujer participe sólo en tres áreas: Liderato[1], judicatura, guerra (no participando en el combate; de lo contrario, puede involucrarse en otros asuntos de la guerra). La lógica para la anterior prohibición, desde lo que puede inferirse de las fuentes islámicas, es que la mujer es más sentimental que el hombre. Las tres áreas mencionadas deben manejarse haciendo uso sólo de la razón sin involucrar los sentimientos, y por lo tanto, los hombres controlan más sus emociones sentimentales.

 

[1] Es decir, ser jefe de estado; otros puestos del gobierno pueden ser ocupados por la mujer. [N. del T.]

 

Fuente: EL ISLAM Y EL HOMBRE CONTEMPORANEO, (Conjunto de preguntas realizadas a Al-lamah Tabātabā’i); Editorial Elhame Shargh

www.islamoriente.com, Fundación Cultural Oriente




No hay duda que todas las religiones divinas basan su llamado en gran medida en la moralidad humana y en la recompensa por las buenas obras.

El islam se fundamenta en tres pilares, uno de los cuales es la doctrina de la Resurrección. En el islam está doctrina está a la par de las doctrinas de la Unidad Divina y el profetismo. Por lo tanto, si no se acepta está doctrina, uno no puede ser considerado musulmán. Lo anterior deja ver la importancia de la doctrina de la Resurrección en el marco de la fe islámica.

El islam pretende restablecer la naturaleza humana primordial, para que reluzca en las personas la inmaculada naturaleza humana. De acuerdo con el islam, la creencia en la Resurrección es un factor fundamental en la vida del ser humano. Sin esta creencia, el ser humano es un cuerpo sin espíritu y por lo tanto incapaz de alcanzar la virtud y la felicidad.

Las leyes y doctrinas islámicas no son convencionalismos sin fundamento, ni han sido inventadas para mantener ocupadas a las personas en seguirlas ciegamente. Ellas forman un programa coherentecompuesto de elementos doctrinales, espirituales y prácticos— desarrollado por Dios de acuerdo con las necesidades inherentes de la naturaleza humana, los siguientes versículos coránicos dan fe de esta verdad:

“¡Oh, ustedes que tienen fe! Respondan a Dios y a su mensajero cuando éste los llame a lo que les dará vida...”[1]

pon tu corazón en la religión como las personas de fe pura, la creación de Dios de acuerdo con la cual él originó la humanidad.”[2]

Así que, la ley islámica, al igual que la ley civil (la ley de las sociedades modernas), tiene como propósito proporcionar las instrucciones que garanticen la satisfacción de las necesidades sociales de las personas, así como la satisfacción de las necesidades fundamentales para la vida del individuo. Sin embargo, lo que diferencia estas dos leyes es fundamental.

A diferencia de las leyes civiles seculares, cuyo ámbito se limita a la vida temporal y material del mundo, y que tienen su origen en los sentimientos de la mayoría, la religión islámica tiene en cuenta la vida eterna del ser humano, la cual se prolonga más allá de la muerte. En esta perspectiva, nuestra felicidad o miseria en el más allá se relacionan directamente con nuestra conducta en este mundo.

Por consiguiente, el programa del islam está basado en la intelectualidad, no en los sentimientos.

Según la ley civil moderna, la voluntad de las mayorías se constituye en algo obligatorio. Pero de acuerdo con el islam, sólo pueden aplicarse las normas correctas y comprobables por el intelecto, independiente de si concuerdan con los sentimientos de las mayorías. El Islam manifiesta que el ser humano es impoluto, que no ha sido contaminado por la superstición y el egoísmo, reconoce a través de su naturaleza primordial la realidad de la resurrección y por consiguiente, de su vida eterna. A diferencia del ser humano material —quien no tiene conciencia de su origen ni su final, sigue ciegamente sus instintos animales, y sólo desea satisfacer sus apetitos materiales— el ser humano impoluto acepta que él debe vivir conforme a su intelecto (gracia especial que sólo ha sido dada a la humanidad), siempre consciente de lo que éste requiere de él.

Para el ser humano impoluto, la creencia en el Día del Juicio y en la Resurrección influye sobre todos los aspectos sociales e individuales de la vida: intelectual, moral y espiritual. Afecta nuestra vida intelectual cuando aclara el verdadero estado de nuestra alma y de otros fenómenos. Visto así, somos como una partícula limitada e insignificante en el universo, que viaja como una caravana, día y noche, hacia el mundo eterno. En otras palabras, nos encontramos inexorablemente impulsados por un lado de la Mano de la Creación (la Causa Eficiente) y jalados del otro lado por el Fin de la Creación (la Resurrección). Esta comprensión de nuestra perspectiva intelectual, influye a su vez en nuestro estado moral y espiritual. Cuando observamos el verdadero estado de las cosas, reprimimos nuestros sentimientos y deseos para recorrer el camino hacia el Fin Correcto de manera apropiada. 

Cuando el ser humano se da cuenta de cómo sus necesidades lo hacen dependiente de los diversos constituyentes de este agitado mundo, y de como él, como una brizna de pasto, es movido de un lado a otro por el mar turbulento del cosmos, acercándose cada vez más al Final Cósmico, no se dejará llevar más por exhibiciones pomposas, ignorantes y egoístas. No se involucrará más en los trabajos vanos de este mundo material —que convierten a las personas en máquinas— sino que hará lo estrictamente necesario para una vida efímera. Esta actitud coloca al ser humano por encima de los conflictos personales y sociales, liberándolo de las estrictas pero vanas responsabilidades que socavan su vida correcta.

Cuando se posee esta información, se sabe que si se renuncia a esta vida pasajera (la cual es una barrera para la virtud), tendremos una vida eterna en felicidad, donde disfrutaremos de la recompensa por el bien que hayamos hecho.

Por lo tanto, no es necesario que nos inculquen supersticiones (las cuales abundan hoy en día) que nos persuadan a hacer sacrificios. Las sociedades seculares, sin embargo, hacen uso de ideales ilusorios para forzar a las personas a hacer sacrificios. Ellas dicen invocar lo “sagrado de la sociedad”: la libertad, la ley y el patriotismo. Estas sociedades animan a las personas a asegurarse un puesto en la historia, y de esta forma adquirir “vida eterna”. Lo cierto es que si la muerte es la aniquilación total, como afirman los materialistas, todos estos supuestos ideales son supersticiones vanas.

Entre las bondades espirituales de creer en el Más allá está el estímulo constante a nuestra alma, ya que sabemos habrá un día en el cual habrá venganza contra la opresión y seremos compensados con todos nuestros derechos, un día en el que nuestras buenas acciones serán apreciadas —altamente apreciadas. Pero la mayor bondad que se nos da es el ánimo vigilante que se instaura en nuestro espíritu: Somos conscientes de que nuestras acciones, ya sean públicas o privadas, son observadas por El Que todo lo sabe. El Dios que todo lo ve, sabemos que habrá un día en El que Dios escudriñará nuestras acciones con gran atención. El control que esta creencia ejerce sobre nosotros no la haría ningún policía encubierto, ya que la policía es un control externo, mientras que esta creencia es un guarda interno al que nada puede ocultársele.

Lo dicho anteriormente aclara la no validez de decir que la creencia en el más allá desmotiva a la sociedad por trabajar y progresar.

La motivación es un estado mental originado por un sentido de necesidad, y la creencia en el más allá sólo acentúa este sentido. Ésta es una verdad que se ve reflejada también históricamente. Cuando apareció el islam, los musulmanes eran más firmes en su fe y sabemos que el avance social de aquellos tiempos era asombroso; los musulmanes nunca han vuelto a actuar con el entusiasmo de esos años. Es bien sabido que la creencia en el más allá disminuye nuestra preocupación por lo sensorial; esta creencia impide que las personas arriesguen sus vidas por preocupaciones ilusorias y sin sentido.

 

[1] (Corán; 8:24)

[2] (Corán; 30:30)

 

Fuente: EL ISLAM Y EL HOMBRE CONTEMPORANEO, (Conjunto de preguntas realizadas a Al-lamah Tabātabā’i); Editorial Elhame Shargh

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